La Perinola

Como en un juego la vida da y quita. Pero la perinola es accionada por fuerzas absolutamente humanas. Pensar la realidad cotidiana es el objeto de estos apresurados apuntes críticos.

viernes, 17 de abril de 2009

Antropología y corporeidad.( 2) La desnudez como vestimenta.


El erotismo supone un estrecho vínculo con la política emancipatoria, porque la desnudez humana no es cualquier desnudez: es la desnudez que se inscribe en el deseo y en la libertad, porque la desnudez humana supone despojarnos de prejuicios culturales construidos al amparo de sociedades autoritarias. La desnudez es una manera de sacudirse del poder, del poder que niega y limita, del poder que se solaza en el trabajo, en el sacrificio, en el dolor de la privación. Las normas morales remedan las normas políticas que los poderes sociales urden. Solo en el mundo de la norma somos ángeles incorpóreos. La norma nos vincula al horror del castigo. La norma asume también formas trascendentes y, en ese caso, promete condena para el impúdico. Hemos acostumbrado la piel a la norma. Somos normas encarnadas. Tenemos la norma inscripta en nuestra piel y en nuestros genitales. Por eso, toda desnudez erótica es una rebelión contra el imperativo absoluto, el que nos conmina a ser puras conciencias movidas por la buena voluntad. Estar desnudos es una descripción de un desideratum sensorial y es una metáfora de la libertad política. Sólo alcanzaremos la libertad absoluta, la democracia humana absoluta cuando seamos capaces de sentir la desnudez como un vestido más.

miércoles, 15 de abril de 2009

Antropología y corporeidad. La norma como suspensión erótica


El recato es la huella del miedo animal en nuestras conciencias despabiladas. Un llamado de atención que se hunde en la paradójica densidad de la insubstancialidad metafísica. La conminación a la decencia, entendida, como mesura existencial, como alistamiento en las huestes de la sublimidad incorpórea. Cuando decimos que la especificidad de nuestra animalidad es la paradójica salida de lo meramente zoológico y la concomitante inmersión en el goce de lo antropológico, no queremos lanzar el panegírico a una racionalidad desanimalizada sino reivindicar una racionalidad sensible, sensual, sensorial, materialista. Una racionalidad que se adhiere a la dulce empiricidad de los cuerpos. Dejar atrás la desnudez animal del animal que viste supone la conquista de formas dignificantes de vida: sólo es erótica la desnudez del animal que viste. Desnudarse, recuperar la frontera sensual de la piel es romper con la norma que, como verdaderas armaduras, cubren nuestro cuerpo angelizándonos. La norma suspende la alegría atándonos al cuidado frente al castigo. El miedo a la desnudez que deviene de la circunspección moral nos sonsaca de lo que visceralmente somos: un animal que viste y se desnuda para festejar la dignificación de una vida volcada en los hedónicos moldes de una existencia política.
Hemos de volver para elucidar los profundos vínculos existentes entre el erotismo y la política emancipatoria.

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jueves, 2 de abril de 2009

Amador, Charly García y la gozosa producción de zombis.


Hace 20 años tuve un alumno muy especial. Ya su apellido lo era: Amador. Rubio, muy blanco, de ojitos claros y una barba demasiado joven. Había escrito un libro de filosofía, lleno de lugares comunes, pero cosido con un hilo absolutamente original que hacia imputar esa producción solamente a su precoz genialidad. Escribía poemas de amor. Creo que vivía siempre enamorado. Siempre tenso su espíritu hacia vagas idealidades. Peyote, cucumelo, cannabis, no se que sustancias deambulaban por su sangre regalándole calidoscopios. A veces, una sonrisa fina se deslizaba por sus labios dejando entrever que dentro de su psique un ejército de rameras lo conducían a la plenitud metafísica. Hasta que decidieron interrumpir sus conatos de fantasía y sus revuelcos extáticos por los dulces ríos de la filosofía. Comenzaron a normalizarlo….Desapareció por un tiempo extenso de mi vida. Un día volvió como un zombi. Los ojos extraviados en un punto ciego. Se deducía de su caminar pausado un cansancio vital que no condecía con su juventud corporal. Se quedó un largo tiempo conmigo sin decir nada. Le habían secuestrado todos y cada uno de sus fantasmas. Habitaba la normalidad…
Un día el diario me impuso de su muerte policial. Se había arrojado desde la terraza de un edificio buscando liberarse del zombi. Yo siempre pensé que habrá conjeturado en ese supremo instante que se reencontraba con sus amistosas quimeras, con sus precoces genialidades, con sus ansías de desmesura irredentas.
Cuando lo vi a Charly García hace unos días en un par de eventos sociales de la mano de Palito Ortega tuve en mi conciencia una incómoda sensación de déjà vu la escena de ese rostro transformado por la química de la normalización. Amador redivivo en ese hombre que, casi pulcramente, caminaba de la mano de un ángel de la salvación. Quise deshacerme de la escena apelando a la magia ontológica del control remoto, pero no pude dejar de imaginar continuidades, prolongaciones, encadenamientos con lo ya conocido. Cuando procuré recuperar la escena, para verificar mis conjeturas, la noticia ya se había disuelto en los gozosos comentarios de quienes celebraban la normalidad (y la bendición) de vivir una vida sin fantasmas. En mi imaginación había visto a Charly García desabrochándose el saco y arrojando los instrumentos hacia el templo. Pero no pasó nada de eso. Había menoscabado la terrible eternidad en que se desenvuelven las vidas de los zombi y sobredimensionado la entidad de esos sueños que nos ponen a remedar pájaros del paraíso del exceso.
 

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