La Perinola

Como en un juego la vida da y quita. Pero la perinola es accionada por fuerzas absolutamente humanas. Pensar la realidad cotidiana es el objeto de estos apresurados apuntes críticos.

jueves, 3 de septiembre de 2009

La norma como suspensión del erotismo.

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Este breve escrito refiere al erotismo y al placer como categorías políticas emancipatorias, porque la liberación del deseo supone la denuncia, transgresión o abolición de la norma, entendida como enunciación-entronización de un legalismo esencialista, que pone límites a la polimorfía conductual y ontológica de la singularidad humana, a partir de una posición sociopolítica hegemónica de que se deriva o desagrega la taxonomía de lo tenido por verdaderamente real. En tal sentido la norma es una construcción e imposición de clase, grupo, facción. Alude a una universalización violenta y falaz de particularidades y contingencias, de intereses y limitaciones, perfectamente ubicables en el tiempo y el espacio históricos, así como en el campo de estrategias que despliegan las fuerzas ontológicas inmanentes a los intereses y objetivos de los diversos grupos que integran una sociedad determinada.
Esa norma -histórica, contingente, idiosincrásica- tiene la capacidad de inducir temor, obediencia y recato. Desde su pretendida arquetipicidad hostiga a recalar en una paradójica urbanidad natural: define tanto la forma cultural de la naturaleza, como la forma natural de la cultura. Esa naturalidad cultural de la norma instaura una plétora de determinaciones regulativas, que no se limitan meramente a la definición de la normalidad en su virtuosa actualización biotipológica, sino que se adentran en los discrecionales espacios de la ejemplaridad fenoménica, de la invariancia funcional, de la salubridad socio-afectiva, de la rectitud moral. La ubicuidad del plexo normativo especifica el a priori programático al que debe ajustarse la conducta humana para ser tenida específicamente como tal.
Pero el temor, la obediencia y el recato aluden a una determinación negativa de lo antropológico. Obliteran todo conato de autoconstrucción autónoma y sujetan a una axiología heterónoma: son mutilaciones de nuestra potencia humana. El miedo, la sumisión y la mojigatería implican amputación, constricción y huída. Traducen a nuestro desarrollo ontológico, huellas o atisbos filogenéticos del miedo animal. En la conciencia despabilada del anthropos, esos disvalores replican el miedo orgánico e inmovilizante del animal. Solo que esta vez se vuelve racionalidad encomiable al adoptar la forma de conductas sensatas y mesuradas, directamente vinculadas a la razonabilidad que se derivan de las normas y el poder. Una densa microfísica de llamados de atención, amenazas, golpes y acosos, hallan su insustituible e inteligente justificación en la oximóronica pesadez de la etérea metafísica del deber ser. Las intimidaciones al acatamiento del orden social como celeste armonía preestablecida, la conminación a la decencia, entendida como mesura existencial, la remisión al mundo del trabajo lucrocentrado, el cercenamiento de la fantasía y la intensificación obscena del sentido de la realidad, constituyen otros tantos procesos de alistamiento en las huestes de la sublimidad incorpórea, de la inmaterialidad trascendente. Son todos cepos fantasmales que fijan pesadamente a los cuerpos y domestican la subjetividad. Secuestro hipostático de la carne en la fría prisión de una normatividad revelada por el logos. Es el topos uranus donde la universalidad aprisiona la fragilidad de nuestra singularidad.
Estamos ante narrativas del idealismo, relatos imaginarios, que, sin embargo poseen la contundencia fáctica de determinar exhaustivamente nuestra performance vital, que podría, sin embargo, desenvolverse en la más radical encarnación con solo seguir la lábil dirección que marca el polo hedónico, sin que en tal opción se desmerezca un ápice, la absoluta dignidad que posee el intento de individuación en el placer.
Una ligera referencia a nuestra especificidad animal nos ayudará a inteligir el meollo de lo sugerido en este texto.
El animal exquisito –el animal que viste.
La especificidad de nuestra animalidad consiste en la irónica evasión de lo meramente zoológico y la concomitante inmersión en el goce de una versión refinada de lo animal: lo antropológico. Refinamiento que no supone, en absoluto, el éxodo definitivo del territorio sensorial de la selva animal, sino la afirmación de un grado de sofisticada animalidad, de una animalidad racional y simbólica que, no obstante –insisto- permanece constitutivamente comprometida con lo sensual, fundida con lo sensible, adherida a la hedónica materialidad de los seres y entes que pueblan el mundo. Nuestra compleja y exquisita animalidad, en la dimensión erótica de su desnudez, trasciende la necesidad ilevantable de la desnudez del animal no humano: el animal que viste es el animal que se ausenta del puro determinismo biológico. Cuando el animal humano se ve compelido a la desnudez y al desamparo de una configuración óntica, mezquina e indigente, se ve compelido, ipso facto, a la indignidad de una vida puramente animal, no humana.
El paradójico acto de vestirse simboliza la incipiente conquista de los modos conducentes a la dignificación existencial. La vestimenta –la forma de la vida- es una condición de posibilidad para la emergencia de la dimensión del erotismo, pues solo es sensual y excitante la desnudez del animal que puede desvestirse. La voluptuosidad, el deseo, tiene que ver con el cuerpo que se desnuda. No encierra erotismo la desnudez del desvalido. Antes bien, incita la indignación, es convite a la sedición reparadora.
La desnudez que se elige es la desnudez que dispara el deseo. Y es esa la desnudez que la norma acosa, es esa la desnudez a subyugar, a someter, a escarnecer. Es por ello, que toda forma libre e intencional de la desnudez, como obstinada inmersión (o recuperación) de la fluidez sensual de la piel con el otro y con el mundo, es, necesariamente, rompimiento con las múltiples legalidades que confiscan nuestra refinada animalidad y que, como verdaderas armaduras, cubren nuestro cuerpo angelizándonos.
La norma siempre es suspensión de la alegría con su perversa obcecación de atarnos al miedo que desata la omnipresencia de la amenaza y el castigo. El horror angustiante induce a la precaución y al cuidado angelizantes. Estigmatiza la desnudez, arropándonos vigorosamente. Cubre lo pudendo con las inextirpables vestimentas conseguidas en el herramental moralista que se ha concebido para escondernos lo que constitutivamente somos: el erótico animal que se viste y se desnuda para festejar la potencia de una vida que se dignifica en la medida que se derrame en los moldes hedónicos que construye la convivencia política emancipatoria.
Lo erótico supone un estrecho vínculo con la política de la liberación, porque la desnudez humana, como dijimos, no es cualquier desnudez: es la desnudez inscripta en el deseo y en la libertad, en la abundancia de vida, en el gasto, en el derroche y en lo impostergable. La voluptuosidad solo nace de aquella desnudez que ha sabido resistir y suprimir los prejuicios culturales construidos al amparo del totalitarismo falsamente moral del poder omnímodo. La desnudez que desafía e irrita, la desnudez que ofende, es la que está dispuesta a sacudirse toda mácula de puritanismo represivo que el poder deslizo sobre su lúbrica materialidad. La desnudez impúdica simboliza las fuerzas hedónicas de la resistencia ante el poder que niega y limita. Es la plenitud del ocio erótico, de la inacción voluptuosa, que se opone radical e irónicamente a la soberanía que se solaza con las imposiciones, con el trabajo rudo, con el sacrificio sublimante, con el dolor pedagógico de las privaciones.
Lucha biopolítica contra el biopoder. Micropolíticas de la vida y del deseo que subvierten la cotidianidad con sus archipiélagos de placer desregulado. Insumisión del cuerpo desnudo, deseante, erótico. Antagonismo insalvable del cuerpo monstruoso y desmedido frente al cuerpo ortopedizado por normas desvitalizantes. Resistencias locales y tácticas a la estrategia de apócrifas normas morales pretendidamente universales, que siendo apenas, remedos ominosos y vergonzantes de una normatividad socio-política manchada por una voracidad lucrativa y terrenal, son urdidas y consagradas como deducciones legítimas de verdades trascendentes por los poderes hegemónicos.
La falsificación de la realidad que consagra la norma erige un mundo de entelequias donde lo humano paradigmático tiene que ver con una angelidad profusamente desmentida, con cierta incorporeidad absolutamente ficticia. Es que extensos siglos de una cruzada persecutoria contra nuestra identidad animal, contra nuestra permeabilidad a los deseos de la carne, contra nuestra blasfematoria apertura a la materialidad de lo otro, laminaron nuestra pasiva aquiescencia al mundo fantasmal de la norma. Asentimiento medroso o miedo desembozado; lo cierto es que la norma nos vincula a la potencia y al acto de un castigo que asume la polimorfa fenomenología de formas trascendentes y escatológicas, así como de terrenales represiones y ocasos antropológicos y sociales. El miedo a la condena prefigura los límites de nuestro accionar. El distanciamiento de lo prohibido, de lo impúdico, de lo contranatural es un a priori regulado por la norma bajo la forma de la amenaza. Hemos acostumbrado la piel a la norma. Somos normas encarnadas. Tenemos la norma inscripta en nuestra piel y en nuestros genitales. Somos autofóbicos. Sentimos fobia por lo que somos y anhelamos realizarnos como lo que jamás podremos ser.
Es por ello que toda desnudez erótica, que toda desnudez deliberadamente construida, que toda desnudez que conspire contra los principios y los fines, es también una rebelión contra el imperativo absoluto que nos conmina a ser conciencias imantadas por famélicos finalismos sin sangre ni semen.
Para reencontrarnos con lo que somos, necesitamos asumir la transgresión de la norma que interfiere lo erótico y asumir el camino hedónico de lo sensorial. Es necesario abjurar de esa buena voluntad fantasmal y reinventar rebeldías eróticas, amorosas. En la reinvención corporal, en el reencuentro con la modesta y ardorosa sustancialidad de la carne, arraiga una de las dimensiones antropológicas centrales desde la cual habrá de avanzarse para radicalizar la libertad política y el absoluto convivencial democrático. La conquista de la democracia absoluta camina de la mano con el desarrollo de nuestras competencias eróticas en sentido lato y de nuestro devenir sexual en un registro más restricto. Sentir la desnudez como un mero vestido se corresponde con la conciencia generosa de quien siente que la vida es una empresa hedónica a realizarse en el libre y compartido usufructo de la riqueza social común, entre la cual, no ocupa un lugar menor el juego lujurioso de cuerpos que se aman sin normas ni finalismos.
 

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