La impostura de la autocompasión. Una mirada por los jardines anárquicos.
No es común la aceptación de la
pequeñez propia. Un terror nauseabundo nos invade cuando advertimos que estamos
constituidos por el ínfimo equilibrio que constituye la vida. Esa
existencialidad del pánico pareciera aludir a una dimensión ontológica,
insoslayable de lo humano, pero se trata, en rigor, un terror aprendido, de un
antiquísimo constructo cultural, que pareciera haberse vuelto consustancial a
nuestra condición. Para exorcizarlo apelamos a la autoconmiseración, esto es, a
una batería de recursos discursivos que estabilizan nuestro terror y disminuyen
el frágil equilibrio del cuerpo. Ante el horror de nuestra finitud inventamos
el fantasma del alma y su eterna persistencia posterrenal. En las relaciones
interpersonales combatimos la fugacidad emocional acudiendo a vínculos que se
galvanizan desde la exterioridad, nos tranquiliza la sanción religiosa o cívica
asegurando la eternidad de la felicidad conyugal, por ejemplo. Nos empecinamos
en negar la contingencia con sus aleatorios resultados y enarbolamos el
estandarte entusiasta de la necesidad-universalidad y la contraparte negativa
bajo la forma de la resignación. La autocompasión es un racionalización
perversa porque configura una negación trascendente de lo que somos en la
inmanencia de nuestra animalidad.
Emigrar hacia los jardines de la realidad es nuestro desafío, gozar
intensamente del efímero perfume de la rosa, disfrutar del acotado espectro de
luz que brinda el día para asumir con renovados bríos los dulces secretos que
nos reserva la fugaz noche. Acariciar con fruición y ardor la piel juvenil que
habrá de volverse naturalmente flácida con el transcurso del tiempo. Asumir
nuestro lógico tránsito por la biología y aceptar nuestras capacidades sin
atribuir sus virtudes a los dioses o sus déficits al destino como contracara
atroz de las deidades.
En su dimensión ético-política el
rechazo de la pequeñez nos conmina a la búsqueda del caudillo todopoderoso que
habrá de custodiar la dignidad de nuestra existencia social. Siempre la
defección disimulada en los representantes. Nunca la asunción franca de la
actitud autónoma y libertaria, esa que nos desconecta de los primeros
principios pero nos abre las puertas de la imprevisible libertad.
Etiquetas: anarquía., autocompasión, contingencia, finitud