La Perinola

Como en un juego la vida da y quita. Pero la perinola es accionada por fuerzas absolutamente humanas. Pensar la realidad cotidiana es el objeto de estos apresurados apuntes críticos.

sábado, 30 de enero de 2016

Libertinaje y libertad: sus superposiciones creativas.




La libertad es el nombre civilizado que la sociedad moral le ha puesto a la vida domesticada del animal humano. Apenas asoma una dosis de rebelión creativa en el individuo o en el grupo, esa sociedad habla de libertinaje, caos o anarquía. La libertad es sobria y previsible porque sigue codificaciones, pautas y costumbres. Ser libre es observar meticulosamente el orden establecido y, por ello, la libertad es conservadora. La libertad es enemiga de la utopía y del deseo y se erige en un límite infranqueable en la experimentación de nuevas relaciones con los demás.
Sé que la semántica es un campo de controversias ásperas y decisivas y sé también que yo podría nombrar a la libertad adscribiéndole a ella todos los contenidos que le otorga el moralismo a la palabra libertinaje. Por lo pronto creo que la libertad refiere a la todoposibilidad de la creación y la fantasía. Es una palabra sutil como la carne misma, por eso, tiene un límite natural: el cuerpo deseante del otro. La única acotación de la verdadera libertad es el respeto de los cuerpos, es decir, de nuestra verdadera sustancia ética. Soy libre hasta que el cuerpo del otro ejerce su opción deseante y opone su rechazo a mi pretensión egoísta colonizante.

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jueves, 21 de enero de 2016



Política, felicidad y emancipación.
Abelardo Barra Ruatta
Una visión psico-afectiva de la felicidad tiene que pensar necesariamente ese estado-búsqueda en estrecha concomitancia con una sociología de lo eudemónico, queriendo significar con ello que, tanto el estado emocional como el estado ontológico poseen un fuerte soporte material de origen socio-cultural. Cuando llevamos al discurso a las arenas de la economía de la materia, la felicidad comienza a desplazarse por andariveles políticos. Sin dudas que existe una agonística de la felicidad que lleva a que cada clase, sector o grupo social, busque apropiarse del mayor quantum de placer y esto no se logra sin la sustracción o extracción del producido hedónico de los sectores subalternos en la pirámide social. La felicidad es también algo que debe conquistarse: la lucha por la felicidad es enteramente aceptable y razonable. Todo es de todos y no es justo que algunos sectores se apropien excluyentemente de la felicidad relegando a los otros a la ética sacrificial.
Antropológicamente la felicidad concomita, de un modo u otro, con todas las actividades del ser humano. De allí su raigalidad. El goce derivado de las artes, de la comida, de la sexualidad, del trabajo, deben acoplarse envolventemente a lo que llamamos felicidad para que alcancen su plenitud antropomórfica. Quiero decir que cuando el trabajo, por ejemplo, se practica en condiciones de alienación de las potencias privativamente creadoras del animal humano, su resultante induce insatisfacción, sufrimiento y desgracia. Otra vez hablo de la poderosa dimensión política de la felicidad, es decir del carácter relacional que poseen aquellos soportes materiales o simbólicos de la felicidad. El capitalismo indujo una mecánica de la felicidad, esto es una felicidad que se calcula alrededor de la mercancía como epítome de la ganancia, haciendo que los sujetos alcancen el goce sólo con la apropiación desmedida e individual de bienes materiales que se vuelven obsoletos debido a la vorágine productiva que pone en marcha el circuito del beneficio. De tal manera, esa mecánica de la felicidad acaba induciendo desdicha, angustia e insatisfacción. La materialidad ontológica de la felicidad es sustituida por el espectáculo de la felicidad, es decir por una fantasmalidad lábil e inconsistente.  A pesar de esta corrupción de la felicidad,  en el marco de una sociedad que mecaniza al placer en una línea o cadena de producción, no podemos dejar de tener en cuenta que desmaterializar a la felicidad guarda una ominosa congruencia con aquellas posiciones de aristocracia moral que hacen radicar el acceso a la felicidad en una desposesión abstracta y discursiva de aquello que se posee real y contundentemente. El poderoso que tiene resuelto su problema de vivir opulentamente hace alarde de que la felicidad, en rigor, reside en el despojo de todo lo material y acusa de materialistas morales a quienes hacen radicar la felicidad en la posesión de aquellos bienes que contribuyen a alcanzar una vida buena, que consiste simplemente en la satisfacción de demandas que exceden largamente la consecución de los bienes más primarios y elementales que hacen posible la subsistencia. La felicidad no estriba solamente en el vivir sino en la forma que adopta ese vivir. La subsistencia es una dimensión zoológica, el vivir humanamente supone el goce de bienes materiales y simbólicos que el arduo y largo trabajo humano puso a disposición de la humanidad.
La felicidad es una sensación escurridiza y subjetiva. Si no hacemos consistir la felicidad en un estado almático o espiritual permanente, el ser humano se agencia de estrategias psicológicas cuyo apalancamiento no depende siempre de nuestra voluntad. Lo otro y el otro coadyuvan a definir mi felicidad y lo otro es ajeno a mí en gran medida, mientras que el otro es un ser libre de quien no puedo disponer a mi antojo como si se tratara de un esclavo hedónico. Esto determina la existencia de una ética de la felicidad que no radica en la felicidad que se vive aisladamente o a costa del sufrimiento ajeno: se trata de la felicidad que emerge del compartir empáticamente.
La felicidad como sensación, como fluir emocional, esto es, como un estado psico-afectivo, constituye sin dudas un anhelo antropológico primario, porque allí la felicidad se definiría como una ecuación resultante del acercamiento al placer y como fuga del dolor. Yo diría que en ello radica la aptitud material de la felicidad.
En cambio, la felicidad como estado espiritual, es lo que los filósofos han tematizado como el núcleo de la problemática que nos ocupa. Se ha identificado este estado espiritual con el sumo bien. Las concepciones filosóficas hegemónicas del Occidente han identificado ese sumo bien como una organización ontológica que hace coincidir a la felicidad con la cercanía a lo almático y con el consiguiente distanciamiento de la sensoriedad. Con bases en esta organización del ser se establecía una jerarquización que ponía en el vértice a la felicidad que se deriva de la sabiduría, esto es, de las virtudes del intelecto. También se estimaba la virtud del heroísmo como una instancia dadora de felicidad y era una virtud vinculada a la fortaleza, la valentía y el honor. Y finalmente se admitía una variante de la concupiscencia que estaba limitada por reconvenciones espirituales que condenaban la entrega desenfrenada al placer: en todo caso se daba lugar al goce de pequeños placeres, medidos, mesurados, acordes con un alma apetitiva virtuosa.
No muy distante a este esquema greco-romano, el Cristianismo identifica la felicidad con la beatitud, implicando, por cierto, un abandono de los placeres terrenales y un direccionamiento  del alma hacia una espiritualidad despojada de todo aliento terrenal.

Lejos de poder trazar un cuadro circunstanciado de lo que las éticas trascendentalistas han tenido por lo que debe entenderse por felicidad, sólo he querido mostrar el profundo contenido material y político que posee la felicidad. Se puede decir que la conquista de la felicidad coincide con la emancipación efectiva del género humano respeto de ataduras materiales y morales.   
 

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