Anarquía amorosa: el beso en los pies.
La estatuaria, la pintura, la literatura, la dramaturgia
exhiben muchos casos donde el pie desnudo juega un rol importante. Santidad y
pecaminosidad, pureza y lascivia aparecen asociados en muchas de esas
escenas. El pie humilla y el pie eleva.
Son dos posibilidades que esconde su ontología erótica. Estar bajo el pie es un
acto de sumisión, pero besar el pie es, también, un acto liberador dentro de
las relaciones sexuales. El beso en el pie, la succión de los dedos, supone una
confianza extrema: la democratización absoluta de la relación amorosa. Esto se debe a muchas razones, entre las
cuales, por cierto, adquiere relevancia la construcción del asco alrededor del
pie. El pie huele a suciedad, el pie está en contacto con lo más bajo y lo más repugnante,
el pie soporta la jornada y resume el cansancio. Besarlo supone la asunción del
otro en su condición más terrenal: es la sacralización de lo profano. Volver
objeto de adoración pasional al pie, por lo demás, manifiesta la entrega
extrema y absoluta.
Por ello, el arte sublima las tensiones libidinosas en
gestualidades que se aproximan más a la religiosidad que a la lascivia. Todas
las prohibiciones que han pesado sobre el pie, han hecho que el mismo se
convirtiera en una zona ampulosamente recubierta, aún a costa de inhibir o
coartar su performance. En esa lógica de la represión, del castigo y de la
pecaminosidad, el beso del pie de quienes tienen poder social, político y
económico, no es sino una de las perversiones del deseo erótico. Besar el pie,
en esas condiciones expresivas de sujeción y reverencia, equivalen a entregas
lúbricas, repugnantemente disimuladas. Son formas psicológicas de violación.
Los besos desprejuiciados de las parejas que se acuestan en
posiciones invertidas, de modo tal que los pies de ambos están a la altura de
sus bocas, suponen la anarquía amorosa: esto es, la abjuración de todo poder,
de todo dominio.